jueves, 9 de diciembre de 2010

Ríos paralelos


Ríos paralelos

La noche en que se encontraban cenando para celebrar el nuevo año en su casaquinta de la ciudad de Campana, se desató una tormenta que elevó el nivel de las aguas del río, ellos estaban acostumbrados a que estas inconveniencias climáticas eran fuente de problemas pero no solían ocurrir grandes catástrofes, solo se empantanaban los caminos de salida y a lo sumo, no podrían pasar con el auto, porque las ruedas se patinaban y giraban sin fin hasta hundirse en una profundidad mayor. Por esa razón, se atiborraban la heladera y las alacenas con comida para mantenerse sin cuidado. Los más chicos de la familia se entretenían fuera de la casa embarrándose, armando guerras de barro y cazando los peces que quedaban atascados entre huecos que se formaban en las crecidas.
Adriana y Esteban estaban casados hacía doce años, y hacía diez habían comprado el terreno, fue un pequeño sueño en común que fue construido de a pasitos, como los dos hijos que también tenían en común, Santino y Fátima.
- ¡Entrás ya! – decía a los gritos Adriana a su hija, con la voz cansada de tanto repetir las mismas palabras
- Dejame un rato más
- Están todos adentro, además ya no está haciendo calor como para que te quedes afuera
- Ya voy
- Me tenés harta, ¡harta! Con esta costumbre de andar sola por todos lados
Fátima era la mayor de los niños. Tenía trece años, estaba entrando en la adolescencia, jugaba, aunque ya no se divertía como antes, empezaba a sentir esa timidez que arranca cuando nuestro cuerpo empieza a desarrollar los atributos que atraen al sexo opuesto mientras aún dormimos con muñecos a nuestro alrededor. Se refugiaba en su necesidad de soledad, propia de la salida de la niñez, donde todo parece un esquema tedioso y no encontramos lugar en la adultez ni en la niñez a ese incomprensible lapso de tiempo donde las hormonas empiezan a entrar en erupción. Le encantaba que la mirasen como ella no los necesitaba, como ya no la entretenía jugar con realidades imaginarias, como ya no le importaban las historias y la sobreprotección asfixiante de sus padres, le encantaba caminar meneando sus incipientes caderas de niña-mujer dirigiéndose con ese aire de insegura- soberbia, bien lejos de sus padres.
Las gotas de lluvia caían como serpentinas de agua sobre la superficie de su rostro, iban dibujándole la piel que le resaltaba la belleza cándida, pero no por eso se perdía de entrever su sensualidad, a pesar de ni tan siquiera convertirse en mujer. Se alejó unos cuantos metros fuera de la casaquinta e ingresó a una zona cubierta de álamos y rocas que bordeaban el río. Se sentó en una de ellas, sentía que contemplar el agua la conmovía como pocas cosas en el mundo, desde la fuerza destructora hasta la capacidad de nutrición, las formas envolventes tan parecidas a un halo de maternidad o a un abrazo de la misma nada, de un algodón de azúcar o de una similitud de vuelo. En el lado opuesto del río pudo ver a un muchacho acercarse salteando los baches con agua y rocas, pálido y silente, que también se detuvo a observarla pero en, seguida se retiró por el mismo camino que había ingresado. Fátima se levantó con la intención de buscarlo y presentarse, camino hacia atrás hasta llegar a un puente que cruzaba el río y cuando llegó al otro extremo vio un cuerpo verdoso-amarillento asomarse flotando, era el muchacho que había visto hacía pocos segundos acercarse a la orilla. Involuntariamente cayó hacia atrás, se contrajo su cuerpo hasta vomitar, nunca había visto en su vida un cuerpo muerto desintegrase, con un fétido y nauseabundo olor, y una piel que torna su color tan desagradablemente.
Apenas pudo recomponerse, volvió para la casaquinta para avisar a sus padres. Después de largas horas de discrepancia y espera, se encontraba toda la familia con la policía forense retirando el cuerpo del muchacho. Fátima estaba tan nerviosa que los padres accedieron a sedarla, para poder hacer de eso hecho tan siniestro descubierto por su inocente mirada, un posible descanso. Se recostó en la cama, la madre se tendió a su lado y amorosamente le corría el flequillo de los ojos con caricias; la veía tan niña, tan cándida, pero víctima de las imágenes nefastas que también hacen a la vida, la tragedia, el dolor y la muerte. Se durmió con facilidad y esa noche tuvo un sueño con el muchacho delante de sus ojos, en las rocas, tal como lo había divisado antes de encontrarlo muerto. No pasaba más que aquello que había vivenciado. Al día siguiente se levanto relajada y después del desayuno, salió de la casa y volvió a dirigirse al puente, había alguna sensación que percibía pululando cerca del accidente; salto las rocas, el agua ya había descendido su nivel. Caminó atravesando el puente y del otro lado encontró un perro olfateando el lugar donde el muchacho había quedado encastrado. Santino la había seguido por detrás, sin aviso, pero a pesar de eso, no fue justamente al lado de su hermana, miraba como ella se entretenía con el perro mientras él, con una caña de pescar, se sentó a pasar el tiempo tratando de cazar alguna criatura. Ninguno de los dos hermanos comentaron en la cena que es lo que habían hecho durante todo el día, los padres estaban notablemente absortos desde el día que encontraron el cadáver, ya que tenían miedo por la niña, que había jurado haberlo visto, idea que resultaba inconcebible por que los forenses calcularon casi una semana de su fallecimiento.
Esa noche Santino soñó con el perro y el muchacho, ambos jugando juntos por la ribera opuesta a su casa, él también era parte del sueño, con la diferencia – como sucede en los sueños – Santino tenía el pelo largo y lacio, castaño oscuro, igual al cabello de su hermana, como si en la figura de él se condensaran las personalidades de ambos. Aquel, que era él mismo se introducía en las aguas del río, donde encontraba una niña de cabello rubio sumergida nadando en forma circular; era pequeña y virginal, reía exhalando burbujas; la imagen de Santino ascendía desde la profundidad hasta la superficie nadando hacia la orilla donde encuentra al muchacho, que se encontraba alzando el brazo señalando a las pequeña sumergida, que imperceptiblemente iban alterándose sus rasgos hasta convertirse en un espectro perverso. Se despertó sudando y angustiado. Con el correr del reloj, encontró el momento para contárselo a su madre. Adriana sentía culpa por sus hijos, estaba empezando a pensar en volver antes de lo previsto para sacarlos del foco del accidente, tenía temor a que aquello que habían presenciado causará traumas en un corto tiempo. Fátima estaba presente cuando el niño le contaba su sueño a la madre y esa tarde decidieron ir juntos al puente. Se sentaron allí con la caña de pescar, Santino empezó a quejarse del olor a podredumbre que había por los peces muertos
- ¡Picó! – gritó Fátima – ayudame, dale, es enorme
- ¡No tirés tan fuerte!, me vas romper la caña
- Dejame, salí, vas a hacer que se me escape
- ¡Me la vas a romper! ¡Soltá!
La caña se quebró, después de minutos de insultos de parte de Santino, los dos pudieron ver que la tanza que formaba parte de la caña, continuaba flotando en el agua, la sacaron y entonces sintieron la resistencia, se ayudaron para tratar de arrancarla hasta que Fátima se arrojó dentro del agua y pudo ver que por debajo y atascado entre las rocas, estaba el perro que el otro día habían visto corretear. Volvieron hasta su casa y contaron a sus padres. Esteban retiro el cuerpo del perro y esa tarde lo enterraron alejado de la casa, ya era suficiente muerte en un mismo lugar.
- Vámonos de acá, volvamos a casa, estoy preocupada por los chicos, no quiero que vean más nada que los horrorice – le pedía Adriana a su marido mientras estaban acostados en la cama-
- No les va a pasar nada
- Pero no se… ya no me siento cómoda yo tampoco, es espantoso
- No es nada
- ¡No es nada, no es nada! – empezó a gritarle malhumorada- ¿no te das cuenta que son chicos? no están acostumbrados a ver esto, ellos lo sienten más, todos los días viene uno de los dos y me cuentan sueños horribles, yo no quiero que estén angustiados por estar en esta casa de mierda y no querer gastar unos pesos más, para sacarle esas imágenes horribles que les quedan grabadas en la cabeza
- Basta, me parece que estás exagerando, no les va a pasar nada, me voy a dormir – como todo hombre inconcluso, apagó el velador, y apagó el diálogo, dándose vuelta para evitar la confrontación-.
Al día siguiente Santino y Fátima, volvieron como de costumbre a cazar peces cerca de la rivera. Adriana se acercó a ellos con un termo para tomar mate, después de la discusión de anoche y los episodios de los accidentes, empezó a darse cuenta que estaba desatendiendo a sus hijos, basado en la estúpida seguridad que se había instalado con los años, de que a pesar de pasar una y otra vez por los mismos lugares, nada puede cambiar y dejar de ser apacible, predecible y seguro; no solo en la crianza de los niños, sino que lo pensaba por su matrimonio. En algún momento cayó en la cuenta de que ella misma no se reconocía; era una pieza fundamental en la familia pero ya no era aquella mujer que ella recordaba de los veinte años, aquella mujer que emanaba una energía inacabable, atrayente; aquella mujer comprometida con sí misma, aquella indomable muchacha que había conquistado a Esteban, justamente por la razón de ser indomable; mientras succionaba la bombilla y observaba en sus hijos el paso del tiempo, se pensó encerrada, se sentía anulada, una parte de ella quería su vida concreta y otra ansiaba rescatar del inconsciente a la joven que había sido. Esteban no estaba, no quiso participar de la tarde. Tenía la costumbre de desaparecer entre las marañas de su mente; incluso Adriana había empezado notar que la seguridad se había instalado también en su cama como la tercera en discordia, con menos carne y mayor hastío; no competía con sus contornos pero sí con la plácida e incomunicativa almohada que sostenía la cabeza de su marido, aquel que con el correr de los años se le había atrofiado la capacidad de devolver cariño o placer. De tanta segregación de pensamientos poco alentadores, se levantó furiosa a buscarlo para acabar estrellándole una serie de reproches contenidos de los últimos siete años, más o menos, desde el nacimiento de Santino. Dejó nuevamente a los chicos solos y ellos al percibir la ausencia de su madre fueron para el lado del puente a nadar. Fátima se sumergió dirigiéndose hasta unas vigas que eran el sostén del puente, las atravesó por debajo y continuó su pataleo como delfín hasta llegar a una zona de rocas amontonadas con una forma cóncava en su interior, se acercó a medida que sentía el aumento de palpitaciones en la garganta, veía un movimiento ondulando el agua, veía unos mechones rubios y el rostro borroso de una niña, se echó hacia atrás golpeándose la cabeza con las piedras que hacían la pared de la rivera, la vio huir nadando confundiéndose en una corriente de burbujas y tierra desmoronándose, la siguió a pesar del dolor y el mareo, la pequeña se daba vuelta a mirarla y aumentada la velocidad de nado, Fátima continuaba casi con los pulmones vacíos, pero si se detenía, corría el riesgo de perderla por completo, de que se vuelva a repetir un accidente inexplicable, ella empezaba a temer lo que pensarían sus padres, la niña se detuvo y la tomó de los brazos, Fátima entró en pánico, estaba muy lejos de su hermano, sin aire ya para seguir y aquella que la detenía en lo hondo, intentó soltarse pero la niña tenía una fuerza fuera de lo normal para su tamaño, se acercó a la boca de Fátima y a través de la suya, le pasó aire como hacen los rescatistas, volvió a nadar sin soltarla de la mano y la insertó en una fosa, vio un cadáver, uno más, no se veía su rostro en totalidad y la niña la empujo para que de un sacudón ascendiera a la superficie. Inhaló con fuerza y con su cuerpo a punto de desvanecerse. Santino la había corrido por los bordes y se lanzó al agua para ayudar a retirarla; ella explicó lo que había visto, le hablo de la pequeña, él la recordaba, la recordaba en sueños, pero era diferente en aquello referente a la mutación que había sufrido su rostro; ambos decidieron no contar nada, estaban asustados, desconcertados, ¿cómo explicar un suceso que no tiene una constancia de realidad? ¿Cómo se hace para probar que las figuras que se entrometen en los sueños son capaces de entorpecer e intimidar la realidad del soñante? Los espectros eran crueles, quizá, más de lo que uno cree posible, basta que se perciban encima del cuerpo, amenazando con destruir los muros de la comprensión de la realidad física, del complejo mundo de convenciones que arma el ser humano para integrarse en sociedad. Prefirieron guardar el secreto, esa noche, cenaron evitando cualquier tipo de conversación, que pusiese delatar el estado de ánimo o alguna inquietud que pueda ser cuestionada por los padres.
En medio de la madrugada, se juntaron ambos hermanos en la habitación de ella, con un silencio inalterable. Cargaron en la mochila una linterna sumergible, un snorkel, sogas, una navaja y demás herramientas para recoger el cuerpo o defenderse. Se escaparon por la ventana, previamente tornaron la puerta de la habitación de los padres para ver si estaban bien dormidos. Afuera se oía solo la agitación de las hojas entre sí, y los vaivenes del agua que golpeaban la ribera. Caminaron como religiosamente se dirigían todos los días hacia el puente. Santino ató a la cintura de Fátima una cuerda que se sostendría en el otro extremo, atada en una de las barandas del puente, ella solo bajó con la linterna y se sumergió, acordaron previamente que la recogería si sentía que ella sacudía la soga. Nunca en su vida había ingresado en el agua a estas horas, las palpitaciones iban en aumento, incluso mayores a cuando había descubierto a la niña, será que la oscuridad es un fantasma al que estamos acostumbrados mientras no cambiamos de cuarto, la sensación presente era comparable a la de encontrarse flotando en un útero impávido, un estado nebuloso transitado, un mal recuerdo, o una metáfora de la soledad. La linterna a la altura de su pómulo izquierdo, y el snorkel titubeante reflejaban el pavor de volver a encontrarse a esa niña proveniente de algún limbo, esa enlazadora de mundos que cobrara en ese instante la forma de una virgen novata, pero que de la misma forma que en el sueño podría tornar sus rasgos y volverse una criatura siniestra. Fátima veía un círculo de luz interrumpido de hojas, insectos minúsculos, peces, burbujas, puntos indefinidos que la hacían permanentemente pensar en impulsarse a la superficie y acabar con esto de una vez. Estaba llegando a la zona de la fosa, ahí veía sobresalir los dedos hinchados y morados del cadáver, todavía estaba intacto y más hinchado de lo que había visto por última vez, tomó una soga auxiliar y la trató de atar a su mano, hacía un equilibrio para tratar de conciliar la linterna y la cuerda para poder ver y sacar el cadáver, le tomaba la mano una y otra vez hasta que entró en razón que la mano, la del cadáver, la intentaba tomar, pero no podía porque era una especie de holograma. Con lentitud, paso su mano atravesando el torso del hombre, ilumino su rostro y pudo ver en él a su padre, aquel era su padre, o un holograma de su padre muerto. Apoyó el pie en el piso embarrado y se impulsó a la superficie, buscó a su hermano, lo llamó, entró corriendo a la casa dejando tirados en el pasto todo lo que habían llevado.
- ¡Santi! Santi, volvé…¡¡Santi!!...ma…ma…mamá – entró golpeando la puerta a habitación de sus padres-.
Se quedó impactada y ahogada de silencio, la cama de los padres estaba hecha, sin ellos durmiendo dentro de ella. Buscó a su hermano en su pieza, y por segunda vez, vió que no existía ninguna cama dentro de ese cuarto. Allí donde Santino dormía hasta hace algunas horas, se había transformado en un cuarto vacío, había una caja con herramientas y una escalera. Salió corriendo para su pieza, estaba su cama, tal como la había dejado; deshecha, con las sábanas cayendo al piso, una foto de su familia sobre la mesa de luz, estaba ella con veinte años más en su rostro y sus madre en silla de ruedas; una niña rubia en sus brazos. Salió de la habitación hacia el baño, ¿dónde estaban guardados sus trece años? El espejo reflejaba una mujer de cuarenta años, una Fátima de cuarenta años, una Fátima desconocida y sin pasado, sin testigos, ahogada de silencio o rebalsada de el, a esta instancia desconocía la diferencia. Salió de su casa, y el sol rajaba la tierra; rajaba aquella tierra que se suponía que estaba siendo hasta hace momentos alumbrada por la luz de la luna. Caminó con la mirada perdida hacia el río, no había cadáver, no había hermano ya, ni padre, había tomada una foto de una madre que había transcurrido más de la mitad de su vida con el recuerdo de los primeros trece años de crianza. La niña rubia tampoco estaba. Estaba el río… como religiosamente estaba cada día, en los sueños o en la realidad física, con espectros y con cadáveres; pero allí, intacto e inamovible, era el único recuerdo que poseía un hilo de cordura; o el limbo donde quedaban atrapados sus recuerdos.

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