miércoles, 8 de diciembre de 2010

Aniversario


Aniversario

Desde aquel momento se había convertido para mí, en el ser más repugnante sobre la faz de la tierra. Había creído en él, había querido creerle, en serio, como tantas veces lo había hecho, tantas y últimas veces que se seguían repitiendo. Ese fue el último día que recuerdo algo sobre mí.
Me había prometido que volvería para cenar, cumplíamos cuatro años. La casa estaba en penumbras, había colocado decenas de velas pequeñas, estaban todas ubicadas prolijamente a lo largo del piso, formando un camino ondeante; desde la puerta de entrada, hasta la habitación, y lindando las velas, cientos de pétalos de rosas blancas que lo conducían hacia mi cuerpo que reposaba desnudo sobre las sábanas: “Quería que nada de lo que hayas conocido, Daniel, fuera comparable a todo lo que tenía para ofrecerte. Quería cautivarte hasta el hartazgo. Amarrarte a los bordes de nuestra cama, y recorrerte de punta a punta con los labios entreabiertos. Colocarme, finalmente, sobre tu falda en cuclillas, e incorporarme a tu cuerpo, para desfilar ardiendo hasta que los músculos dejaran de resistir”.
Aguardaba en posición de felino, altiva y descansada. Había pasado cerca de una hora y media, y decidí llamarlo. Sonó largo tiempo, “supuse que estabas retornando el viaje y que el ruido de los motores no te dejaba oír el timbre del teléfono” me levante de la cama, fui a buscar un incienso para que el aroma no se esfume por completo en la espera. Volví a recostarme en las sábanas e intentar hablar con él, sonó hasta que escuché su voz, la voz que dirige al contestador. Preferí dejar el teléfono sobre las sábanas, ya estaba empezando a preocuparme, “Debe haberse demorado el colectivo, los fines de semana siempre es lo mismo” saqué del botiquín del baño el aceite de almendras, y comencé a untarlo sobre mis hombros, para que acentúe sobre ellos una apariencia atlética y redondeada, “El aceite tiene esa propiedad tan maravillosa de recrear una lámina tentadora sobre los cuerpos, Daniel nunca se da cuenta, pero sé que de alguna manera lo disfruta”. Cuando terminé con el aceite, reincidí con el llamado, la llamada apareció en la pantalla como atendida, aunque él no la había contestado, el muy inútil debió dejar el celular con la tapa abierta seguramente…
- Hola… ¿Daniel? Hola ¿me escuchas? Hola…
Él no me escuchaba, yo sí, escuché su voz… sus gemidos, la voz de alguna, los gemidos de otra, ni los míos, ni los nuestros, los de ellos, los conocía, los tenía grabados en la memoria de mis oídos, a él, no a ella, aunque me sonaba el timbre su voz. En ese momento el mundo se había demolido con el peso de dos torres en medio de mi cerebro y las lágrimas que brotaban a chorros en la garganta me cortaban a tirones las cuerdas vocales, me las rasgaban como si fuesen cuchillazos, de la inmensa angustia que repentinamente sucumbía, no podía exteriorizar el llanto, estaba anulada e inhibida y con el tubo del teléfono todavía pegado a mi oído como un autoflajelo. Los escuché hasta que las llamas de las velas se extinguieron delante de mis ojos. Se adelantó a festejar, me estaba sustituyendo; una serie interminable de fotogramas de los últimos cuatro años se entremezclaba con los alaridos que oía a través del teléfono. Siempre había creído en él, ¡no! no solo eso, siempre había creído en mí, en el día a día que uno construye al pie de la letra, para que estas cosas no sucedan, para que no pasen por nuestra casa.
Corté la llamada; mientras tanto me sentía la persona más impotente del planeta y mi mente iba fragmentándose a medida que transcurrían los segundos. ¿Cómo hacía de aquí en más para convivir con esas imágenes… esas voces? La inhibición o la soledad me prohibieron remarcar su número para vomitarle mi furia. Cuando levanté la cabeza y apoyé el tubo del teléfono en su base, no había caído en la cuenta que yo no era más aquella que había sido antes de la llamada, no recordaba, tenía la mente en blanco, pero sabía que lo detestaba porque me había engañado, pero no podía recordar en detalle porqué. Mi cuerpo estaba tenso y fuerte, frío, inmutable. Sonó mi celular y atendí.
- ¡Amor! Estoy llegando ¿me llamaste? Apareció una llamada tuya… perdoname, hoy el curso terminó un poco más tarde, no te podía avisar porque me enteré cuando estaba ya adentro del aula. Marie me pasó unos apuntes que tenía que anotar sí o sí y no te podía llamar porque estábamos a mil… ¿me perdonás?
- No…te llamé si…era para decirte que te estoy esperando
- Bueno, en quince minutos llego…te amo
- Yo también
Tenía quince minutos, quince miserables y efímeros minutos, ya lo había mencionado antes, yo no recordaba nada de quien fui antes de esa llamada. Dejé las velas colocadas en el piso, para que el desgraciado pudiera observar aquellos restos de parafina deforme y apagada, consumidos, delatando el largo tiempo que había transcurrido, mientras me suplantaba por la intrusa. Marie, era una mujer que nunca y bajo ninguna circunstancia, me había transmitido transparencia o confianza. La había cruzado muchas veces, habíamos cenado, muchos de los libros nuestra estantería habían sido regalados por ella, para contribuir al desarrollo del infortunado intelecto de su objeto de deseo, que era el impune de mi compañero. Siempre percibí que había una atmósfera grisácea que matizaba la energía, en los instantes donde ella estaba entre nosotros; nunca confié en una mujer que dirige su mirada de forma triangular mientras esconde el mentón, menos, en una mujer que se esforzaba por agradar, complacer, compadecerse o satisfacer las demandas con regalos que equivalían a invitaciones de su cama. Nunca tuve indicios fuera de eso, no podría haberlo impedido, si no hubiese sido ella, sería otra, la culpa al fin y al cabo, no era tanto de aquella mujer-insecto, sino que él era responsable de lo que estaba sucediendo; me negaba a aceptar que la persona en la que más confianza había depositado, era capaz de traicionarme de una forma tan falta de escrúpulos, ¡Nos sentaba a mí y a ella en la misma mesa! mientras yo me encontraba en las cocina preparando la cena, desatendía a la araña que destilaba el veneno en mi propia casa y les daba lugar para consumar sus encuentros sucios. Faltaban cinco minutos, y me miré al espejo, mi autoestima se encontraba bajo el quinto subsuelo; pero recordé el esmero que había puesto en cada encuentro desde que la relación con Daniel había comenzado, o el esmero visto desde mis ojos, ahí pude volver a sentirme un poco mejor y recuperaba a cuentagotas la dignidad. Escuché las llaves entrar en la cerradura y un ruido a papel celofán retorciéndose; era Daniel que entraba con un enorme ramo de flores; mi corazón entró en pánico, las cuchilladas comenzaron a brotar otra vez en mi garganta. Le hablé desde la habitación
- No vengas, esperame ahí, acostate mejor
Entre al living y él por su cuenta se había recostado en la mesa; entré caminando despacio, manejando el autocontrol de un león sobre su territorio. Recorrí la mesa rodeando sus laterales sin sacarle los ojos de encima, cada centímetro de su cuerpo fue acariciado con la punta de mis dedos, él mantenía una sonrisa sosegada, y cerraba los ojos para adentrarse aún más en el placer. Odiaba de mi misma, que a pesar de todo, me tendía sobre él para besarle los labios, es que me conmovía la forma de ellos, eran perfectamente estéticos, siempre temí porque me sean usurpados; eran suyos, pero eran míos de alguna manera, o así lo sentía, eran los labios que pese al tiempo en que llevaban a mi lado, seguían me resultando atractivos como ningún otro. “Cuanto odio subió por mi estómago al pensar que otra los había degustado antes de yacer abajo mío” tuve náuseas incontenibles, le pedí que esperara unos segundos y me retiré a la habitación para traer unos pañuelos de seda que había comprado para amarrarlo a la cama, seguí con el deseo de hacerlo, pero lo até a la mesa; todos sus miembros, cumplí con aquello que había esperado, desgarré dulcemente cada rincón de su cuerpo a mordisqueadas suaves, y a lengüetazos, derramé mi saliva sobre la suya, dejamos impreso nuestros olores, podía decir realmente que a pesar del odio le hacía el amor, reía, gemía, lloraba, río, gimió, sin comprender porque lloraba pero seguía ansiando, lloré, lloré de placer, de odio, lloré por los ojos, lloró mi sexo sobre su vientre, ¡como me turbaba sentirlo dentro mío! ¿Cómo podía hacer para despojarme de todo lo que corría por dentro? Me retiré a la cocina esta vez, a traer la comida que había preparado para depositarla sobre su torso y de ahí tragar mis enormes deseos de gritar, junto con los alimentos, quizá de esa forma las cuchilladas en la garganta cesarían. Me olvidé de recordarle que también con la cena traje los cubiertos, clavé el tenedor en sus testículos, el grito de él tronó como los cerdos de los campos que cuelgan del cuello para desangrarse, corté con el cuchillo y me llevé parte de su testículo a la boca, seguí cortando, total él estaba perfectamente atado a la mesa, inmóvil como un cerdo, lo era, gritó hasta desmayarse descompuesto del dolor, mis labios y el mentón estaba cubiertos de hilos de sangre. Lo había castrado, preparado para inutilizarlo como hombre, cobré mi dolor desde su origen. Seguí cenando atemperada, no sé si era la dignidad recuperada, imaginaba que era algo parecido, aunque a la inversa, un inmoral sentido de la felicidad, estaba celebrando la consumación de la venganza, y chocamos la copa para brindar.

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